El 18 de julio de 1830, en vísperas de la fiesta de San Vicente a quien quiere tanto, Catalina acude a este santo que le había mostrado su corazón desbordante de amor, para que su gran deseo de ver a la Santísima Virgen se cumpla por fin. A las once y media de la noche, oye que la llaman por su nombre.
Al pie de su cama, un niño misterioso la invita a levantarse:
«La Virgen María te espera»
dice. Catalina se viste y sigue al niño cuyos destellos iluminan todo a su paso.
Llegan a la capilla, Catalina se detiene cerca del sillón del sacerdote situado en el presbiterio. Oye entonces como el “frufru” de un vestido de seda.
«He aquí la Santísima Virgen»
dice su pequeño guía. Duda en creerlo, pero el niño repite en voz más alta:
«He aquí la Santísima Virgen.»
Catalina corre a arrodillarse ante María sentada en el sillón.
Entonces, de un salto, me puse de hinojos, en las gradas del altar, apoyadas las manos en las rodillas de la Virgen Santísima.
Allí, pasó un momento, el más feliz de mi vida. Sería imposible decir lo que experimenté. La Virgen me dijo cómo debía portarme con mi confesor y varias otras cosas.
Catalina recibe el anuncio de una misión y una petición: que se funde una Cofradía de las Hijas de María. Lo que hará el Padre Aladel el 2 de febrero de 1840.
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