En la homilía correspondiente al 30º Domingo durante el año, el P. Javier hizo referencia a dos tipos de cegueras.
El ciego físico, en la época de Jesús, era una persona excluida, un paria tirado a la vera del camino, que incluso en ocasiones molestaba. Así lo describe el Evangelio.
Los otros ciegos, los espirituales, aquellos que en el Evangelio querían hacer callar a Bartimeo. Los que no pueden o no quieren ver la realidad del hermano que sufre.
“Cuando el hombre ciego escucha que Jesús pasa frente a él no duda en gritar «¡Señor, ten piedad de mí!», y vuelve a insistir «¡Señor, ten piedad de mí!». Es el clamor de aquel que no ve, que está ciego no sólo físicamente, sino también en el corazón, porque todas las cosas en la vida le salen mal; tiene una cruz muy pesada; parece que lucha y no consigue los frutos. Esos son los ciegos. Y claman y piden a Dios: ¡Señor, ten piedad de mí! Y bastó un sólo gesto de Jesús: «Tu fe te ha salvado». ¡Que hermoso eso! Una persona que estaba ciega y el primer rostro que vio es el de Jesús”.
Y agregó, “En cuantas circunstancias de nuestras vidas puede ser lo mismo, que estamos en la oscuridad, que no vemos… y lo primero que vemos es el rostro de Dios”.
Después se refirió a los otros ciegos, aquellos que no quieren ver la realidad del que sufre, porque molestan, estorban, “porque tal vez interpelan mi fragilidad, por eso los tapo”.
“Muchas veces cerramos lo ojos por miedo. Miedo al no compromiso, al no meterme. Y esto se ha visto últimamente en las autoridades que no quieren ver la pobreza; la pobreza molesta, da miedo. Lo mismo nosotros. Cuántas veces hemos visto a otras personas que conviven en nuestra vida y hemos dado vuelta la cara para no verlos. Ahí somos ciegos. Somos como esa gente que estaba allí por donde pasaba Jesús. Los queremos callar, los echamos, porque molestan”.
“Basta un solo gesto de Jesús para que todos se curen: «¡Llámenlo!». Ese gesto es la Gracia de Dios que actúa desde afuera y que convierte el corazón de la gente. También nos pasa a nosotros, cuando Jesús tiene esa actitud, también cambiamos y ¡Bendito sea!, porque solos no podemos.”
Finalizó con una recomendación: “Cuando nos encontremos en esas situaciones en que despreciamos al prójimo, decir como decía el ciego «¡Señor, ten piedad por que no veo!» al hermano que sufre, la pobreza del otro. «¡Señor, ten piedad por que yo también soy ciego!»
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