En este 2º Domingo después de Navidad continuamos contemplando al Niño recién nacido en Belén. Las tres lecturas de hoy nos hablan de la Palabra que existía de siempre y que finalmente se hizo Hombre y habitó entre nosotros, comenzó diciendo el P. Máximo en su homilía.
El prólogo del Evangelio de san Juan (1, 1-18) nos dice que la Palabra existía desde toda la eternidad, y que Dios por medio de la Palabra hizo todo lo que existe (capítulo 1 del Génesis), pero el hombre no supo contemplar la belleza de Dios a través de su creación. En un nuevo intento de Dios por acercarse al hombre crea su pueblo, el pueblo de Israel, a quien le envió los profetas para que le comunicaran su Amor, pero los profetas fueron perseguidos, y a muchos los mataron, por eso el Evangelio dice “vino a los suyos, y los suyos no la recibieron”.
Pero a Dios le quedaba todavía una forma de acercarse a nosotros: enviándonos a Su Hijo, asumiendo Él mismo nuestra condición humana; haciéndose semejante a nosotros en todo menos en el pecado. Por eso, en ese Niño recostado en el pesebre tenemos que descubrir esa Palabra por la que fueron hechas todas las cosas y que finalmente se hizo Carne para rescatarnos de la esclavitud del pecado. Pero además vino a compartir su vida con la nuestra por lo que podemos nosotros hoy gozar de la filiación divina. Por eso san Juan dice: “a todos los que la recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el poder de ser hijos de Dios”.
La Iglesia nos invita a tomar conciencia de esta gran dignidad que tenemos gracias al misterio de la Encarnación: también somos hijos. Eso tiene que marcar toda nuestra existencia y llevarnos a vivir un estilo de vida que se corresponda con la dignidad de hijos de Dios.
El P. Máximo finalizó alentando a la comunidad a tener confianza en ese Padre Omnipotente. Por grandes que sean a veces las dificultades, dijo, debemos confiar en el Padre que todo lo puede, y eso debe ser motivo de gozo y alegría, porque Dios se comporta verdaderamente como un padre y siempre vela por sus hijos.
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