
Hace una breve reseña histórica sobre el modo de orar de los fariseos: hombres piadosos, conocedores y respetuosos de la ley pero que exteriorizaban dos defectos, por un lado considerarse perfectos por el conocimiento y la práctica de la palabra, y por otro el desprecio hacia quienes no la cumplían.
Jesús toma esa realidad y presenta esta parábola en la que justifica al publicano por reconocerse pecador y pedir piedad al Señor. Cuántas veces nosotros también venimos al Templo a rezar y hacemos como el fariseo argumentando ser católico, asistir a
“Cuando ponemos por delante «yo, yo, yo…», eso se llama soberbia. Y una oración hecha con soberbia nunca es escuchada. Ahí está el cómo tenemos que rezar y cuál es la verdadera fe. No es la que nace del yo soberbio. El que se aleja de Dios y del prójimo termina alabándose así mismo. En cambio el publicano, que es pecador, tuvo un toque de humildad: se sabe pecador, miserable; él lo sabía, y ante ese gesto humilde pide perdón”
“Muy pocas veces tenemos la humildad de postrarnos ante Dios, que todo lo sabe, y reconocer con humildad que no somos nada, que no merecemos nada. Abrir el corazón humilde a la Misericordia de Dios sabiendo que lo que se tiene es por su Gracia.”
Para finalizar recordó que la “verdadera humildad nace de decir Señor, yo no soy nada, todo lo espero de Vos, todo nace de Vos. Eso es la humildad”.
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