La fe, la esperanza y la caridad, que se conocen comúnmente como “virtudes teologales”, es decir, las virtudes que nos unen a Dios. (…)
Desgraciadamente, en el lenguaje actual la palabra “virtud” ha perdido mucho de su significado. Para entenderlo correctamente, es necesario recurrir a su sentido etimológico: en latín virtus quiere decir “fuerza”. La virtud teologal de la fe es la fe en cuanto que para nosotros es una fuerza. La epístola a los Romanos, a propósito de Abraham, nos dice: Él no dudó de la promesa de Dios, por falta de fe, sino al contrario, fortalecido por esa fe, glorificó a Dios, plenamente convencido de que Dios tiene poder para cumplir lo que promete1.
De la misma manera, la virtud teologal de la esperanza no es una vaga espera difuminada y lejana, sino que es esa certeza respecto a la fidelidad de Dios, que cumplirá sus promesas; una certeza que confiere una fuerza inmensa. En cuanto a la caridad teologal, podríamos decir que es la valentía de amar a Dios y al prójimo.
Estas tres virtudes teologales constituyen el dinamismo esencial de la vida cristiana. (…) La madurez del cristiano es su capacidad para vivir la fe, la esperanza y la caridad.(…)
Hagamos notar que las virtudes teologales desempeñan un papel clave en la vida espiritual, pues constituyen un medio privilegiado de colaboración entre nuestra libertad y la gracia divina.(…)
Así pues, las virtudes teologales son, al mismo tiempo, misteriosa pero realmente un don de Dios y una actividad del hombre.(…)
Dicho esto, podemos concluir con que siempre es con la mediación de un acto de Dios (oculto o perceptible) como la fe, la esperanza y la caridad se hacen posibles. Las virtudes teologales nacen y crecen en el corazón del hombre gracias a la acción y a la pedagogía del Espíritu Santo. Sin embrago, esta pedagogía divina resulta algunas veces desconcertante5.
Fragmentos de “La libertad interior. La fuerza de la fe, de la esperanza y del amor” de Jacques Philippe.
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1 Rom 4, 20-21
5 ¿Cómo un acto humano (el acto de creer, de esperar o de amar) puede ser un acto plenamente humano, libre y voluntario, a la vez que un don gratuito de Dios, un fruto de la acción del Espíritu Santo en el corazón del hombre? En este punto tocamos el profundo misterio de la “interacción” entre la actividad de Dios y nuestra libertad, un problema espinoso tanto en el plano filosófico como en lo teológico. Sin adentrarnos en él, diremos simplemente que no existe contradicción entre el obrar de Dios y la libertad humana: Dios es el Creador de nuestra libertad y, cuanto más influye Él en nuestro corazón, más libres nos hacemos. Los actos que realizamos bajo la acción del Espíritu Santo provienen de Dios, pero son también actos plenamente libres, plenamente queridos y plenamente nuestros. Porque Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos.
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