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¡Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a vos!

viernes, 17 de julio de 2009

CATEQUESIS: Domingo: "Día del Señor" (5º entrega)

El Concilio Vaticano II afirma que la Iglesia "celebra todos los Domingos el Misterio Pascual en virtud de una tradición apostólica que se remonta al día mismo de la Resurrección de Cristo... A ese día se le llama, con razón, el Día del Señor o Domingo" (S.C. Nº106).
Desde sus orígenes, la Iglesia ha sido muy fiel a la práctica de celebrar el Domingo como el "Día del Señor". Es un día en que nos reunimos como hermanos para compartir la fe, la esperanza y, principalmente, la Pascua del Señor en la Eucaristía, cumbre y fuente de la vida cristiana.
Enseña el Concilio: "En efecto, este día los fieles deben reunirse para que, oyendo la Palabra de Dios y participando en la Eucaristía, se acuerden de la Pasión, de la Resurrección y de la Gloria del Señor Jesús, y den gracias a Dios que los ha regenerado por una viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos" (S.C. Nº106).
Monseñor Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) expresa muy bien el testimonio de un grupo de cristianos que son apresados por oficiales romanos durante la persecución del emperador Diocleciano. Ante la pregunta de por qué desobedecían al emperador, Emérito contestó: "Sin el Día del Señor, sin el Misterio del Señor, no podemos vivir". (Ver entrada "Sin el Domingo no podemos vivir")
Frente a la voluntad de los Césares se opone clara y determinantemente la conciencia cristiana. Es la expresión de un deber interior y, al mismo tiempo, una necesidad y un deseo. Orienta hacia lo que se ha convertido en algo tan importante que debe ser realizado, incluso, bajo el peligro de muerte.

Precepto Dominical

En la edad media, la Iglesia implanta el "Precepto Dominical". Desde entonces, el cristiano cumple oficialmente la ley de santificar el domingo acudiendo a la misa y absteniéndose de trabajos serviles.
Pero declarar obligatoria una cosa, por buena que sea, nunca ha sido la mejor manera de conseguir que se la aprecie. Incluso una fiesta dejaría de ser fiesta para quien se viera forzado tomar parte en ella.
En este caso se verifica y se comprueba claramente lo que la Primera Carta a Timoteo (1, 9-10) asegura: que la ley no se promulga para los buenos, sino para los rebeldes.
Efectivamente. Los buenos, los auténticos cristianos cumplían sin necesidad de ley. Y tampoco la necesitan después de implantada; porque, impulsados por el amor, van mucho más lejos que la letra de la ley y no sólo participan en la Eucaristía los domingos, sino todos los días que sus obligaciones se lo permiten.

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